Él ya había partido, no era de nuestro tiempo, era de un lejano pasado, y sin embargo no era de ningún momento histórico, conocía perfectamente todas las Edades, y de aquello que ya nadie habla, tal vez, por temor se volaron de las páginas de la historia, o se conservan secretamente en los archivos de un oscuro monasterio que nadie recuerda, porque nunca hubo existido. Para él era absolutamente abordable y hasta podía permanecer ahí por largos períodos de tiempo, como si éste también existiera. Él podía recordarme a mi mismo paseando a su lado, mostrándome esas estatuas, esos monumentos mágicos, y esos patios de ceremonias, o esos mapas donde se dibujaba el futuro de las civilizaciones y especialmente sus dificultades contra-iniciáticas cruzando la Luz como sombras siniestras. Llevaba un anillo mágico que le permitía entender todas las lenguas, y todos los símbolos. Me había confesado que se lo había regalado un duende azul por el norte de mi país, cuando era muy joven, o tal vez niño. Qué tiempos aquellos, cuando me sumerjo en las mágicas aguas del futuro, y puedo reconocerme en todas las estatuas y diversidad de formas debajo el mar, debajo de esta horrenda superficie poseída por la sombra de la pre-historia, en este valle de dolor donde todos han perdido la Memoria, y no saben que tienen un Amigo.
Jorge Costa
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